sábado, 21 de noviembre de 2020

Liturgia

 Fiesta de CRISTO REY

XXXIV DOMINGO ORDINARIO – A  =  Evangelio: Mat 25,31-46

                  ¡Venid, benditos de mi Padre!

         Concluye el Año Litúrgico, es decir las celebraciones que cada año se van haciendo en recuerdo y honor de Jesucristo, el Dios, hecho hombre, que a través

de su historia vital como ser humano, fue realizando nuestra Redención y Salvación.

Los cristianos cada año vamos recordando y celebrando los principales hechos de su vida, así como celebrando y meditando en sus palabras y en su ejemplo, a lo largo de los domingos y fiestas, que por eso llamamos cristianas.

         La última celebración es la dedicada a honrar a Cristo en una faceta que, de alguna manera, resume toda su vida y explica su misión: Cristo Rey de cielos y tierras, Rey de los corazones y de las instituciones humanas, familiares y sociales.

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Dijo Jesús a sus discípulos: “Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con él se sentará en el trono de su gloria y serán reunidas ante él todas las naciones. El separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda”.

 

Señor, que nos muestras en el Evangelio de este día tu reinado en

el mundo y entre los hombres, sobre los que quieres reinar con tu Palabra

y con tu Corazón. Ayúdame a ser dócil y obediente, libre y comprometido

en este reinado tuyo. Que tus leyes, y tu amor, orienten siempre mi vida.

Y a la vez que te veo, Señor, sentado en tu trono de Rey,

también te contemplo como un Juez, justo y misericordioso.

Ya sé, Señor, que no quieres ni pretendes asustarme ni atemorizarme,

y menos amenazarme y castigarme, sino urgir mi responsabilidad

y mi santidad, mi amor y me afán apostólico y servicial.

Pero al mismo tiempo yo tampoco quiero olvidar jamás que eres justo y leal,

y que, al final, a cada uno le darás lo que se merece,

o según lo que ha ganado a lo largo de su vida.

Que tu bondad y misericordia me muevan, todos los días,

a trabajar por mi santidad y el apostolado; y, como soy débil y pecador,

a no olvidarme de esa bondad y misericordia que siempre ofreces;

y que sepa acogerme a ellas, para que supla mi debilidad y mi inconsciencia.

Que merezca ponerme a tu derecha para escuchar tus palabras,

tan amables y consoladoras, como exigentes y comprometedoras,

y que nunca quiero olvidar:

“Venid vosotros, benditos de mi Padre;

heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo.

Porque tuve hambre y me disteis de comer,

tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis,

estuve desnudo y me vestisteis,

enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”.

 



 


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